Antes de volver a Madrid tuve el presentimiento de que me tocaba hacer la mochila más difícil de mi vida. Tocaba guardar aquello que un día no estaría. Tocaba remover el corazón de recuerdos y llevarme mi hogar de la forma más bonita y eterna que conozco.
Con fotos.
Y todo, y siempre, por si acaso.
Recuerdo un paseo por mi ciudad con una amiga. Caminábamos por la zona vieja y se paró frente a un edificio, era la casa de sus abuelos -que ya no estaban- , era la casa donde su madre había crecido, era la casa donde nunca, jamás, esa mujer fue capaz de volver a entrar.
Algo parecía romperse dentro de mi. Algo me hacía ponerme en la piel de María
y echarme a temblar.
Y cuando todos mis miedos están a punto de estallar. Y cuando tantas bocas se llenan de veneno y tantos corazones se pudren por dentro, miro, observo, rozo, siento y me alimento del amor más inmenso e incondicional que puede existir.
Y eso es algo que no se explica, que no se justifica, que no se duda, que no se quita.
Jamás.
Amor, amor, más amor. Y menos bocas. Por favor.
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