domingo, 13 de octubre de 2013

Tenía que reconocerlo, le odiaba. Sí, aunque sólo fuera un par de veces a la semana. Le odiaba con todas mis fuerzas. Odiaba su afán de protagonismo, odiaba esa maldita manera que tenía de poseer mi vida sin esfuerzo. Odiaba su nombre en las esquinas, en las páginas del último libro pagado con la visa de Fnac. Odiaba que rompiese la ventana de un 3º para colarse en mi cama, odiaba cada mañana despertar en esa misma ciudad. Cuidad, qué ciudad? si cada rincón de este planeta había pasado a un segundo plano. Si lo importante ya no era dónde, si no quién. Odiaba su manía de hacer suyas todas las canciones, incluso las mías, que ya no eran tan mías. Odiaba esa puta capacidad de quitármelo absolutamente todo, desde un ticket de metro hasta el dobladillo de mis bragas. Odiaba su presencia en los posos de un café que nunca llegué a compartir. Odiaba su manera de hacerme suya, a su antojo, dónde, cómo y cuándo quisiera. Odiaba su ambición por abarcar hasta la poca paz que me quedaba. Odiaba su barrio y los cuatro acordes de enero. Odiaba su facilidad para aniquilar mis valores. Odiaba el alivio de otra vida. Odiaba el exceso de agua. 



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