Me senté a su lado de la cama, le conté que esta noche dormiría en la otra habitación, estaría allí hasta el domingo. Daniela no quería que me fuese. Me confesó que le gustaba mirarme desde abajo -duermo a su derecha, en la litera de arriba- le gustaba despertarse en mitad de la madrugrada y verme escribir, ver como pasaban las horas y yo seguía con mi luz, perdida entre el sonido de las teclas de un ordenador y con ese libro abierto entre las sábanas.
-me parece estar viendo a mi hija-
La vida era un tren, debía de ir muy atenta porque, según me explicó, cuando quiera darme cuenta, mi juventud habrá pasado y ya no habrá vuelta atrás. Llegarán los 40 y comenzaré a sentirme cansada, después los 45, los 50.. era ahora el momento de hacer todo aquello que soñase, que quisiese.
Sonreí fuerte. Me estaba gustando escucharla. Mucho.
- Mama, tutta la vita ha lavorato per me e ora io lavorare per te-
Una nostalgia de sal comenzó a invadir el azul de su mirada. Se secó las lágrimas.
A mi edad, su hija ya tenía un año. Comenzó a recordar el día que la tuvo en sus brazos por primera vez, esa sensación de que algo tan chiquitito era suyo, sólo suyo. Ese miedo a no saber hacerlo bien, esa sensación de que de repente el universo entero tenía sentido.
Su vida cambió por completo. Por un lado, aquel bebé fue como unas esposas que nunca volvieron a dejar libres sus manos, por otro, esas esposas fueron y son lo más bonito que existe en este, su mundo.
Justo esta tarde, después de estar enseñándome ciento dos fotos de su hija, nos sorprendió con una barrita maxi kinder para dos, sabe que nos encanta el chocolate.
Daniela es una madre rumana. Una madre como otras tantas que, en busca de la vida que un hijo merece, se pelea cada día con el dolor de la distancia, camina cada mañana con una herida que escuece, quema y atraviesa la planta de sus pies hasta llegar a su alma.
Lleva a sus espaldas dos o tres trabajos a la vez, su hija hace 18 años en abril
-lo que sea por darle el mejor cumpleaños de su vida, que esto sólo se vive una vez-
era su felicidad lo único que perseguía cada amanecer, una felicidad que juró darle desde que la tuvo en sus brazos.
Como cada amanecer -a las seis de la mañana- se oirá el abrir y cerrar de una puerta.
La importancia, a veces, de ponernos en otros zapatos.
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