Marzo de 2014, Cefalù
Habíamos roto el cristal de los relojes, dejamos todas sus piezas guardadas en el último cajón, giramos la llave y nos juramos tirarla al mar, no preocuparnos jamás de la hora que era, al menos no en este lugar.
Si hay algo que siempre me ha fascinado es la capacidad que llegan a crear las personas cuando, en ese instante en el que ya está todo dicho, el silencio, la seguridad, el espacio y la complicidad se hacen uno. Es entonces cuando simplemente todo aquello que nos rodea, todo lo que tocamos, lo que observamos, se hace tan bonito como mágico.
Caminaba sola, a su lado.
Era nuestra primera bajada del mundo desde que latía un corazón equilibrado.
Así que nos pusimos a imaginar:
Tendríamos una casita en el mar, él recorrería las calles buscando el porqué de su estructura, la historia que escondía cada uno de sus rincones y el lado más cultural de la ciudad, sacaría su cámara de fotos y plasmaría en ellas cada una de las casas, monumentos y demás paisajes arquitectónicos. Caminaría horas por la orilla del mar buscando un qué sé yo, dejando a sus espaldas tropecientas huellas de pies grandes. Me contaría la historia del lugar, me leería en alto todos esos libros que guardaba en su mochila, me hablaría del por qué de esa montaña y la iglesia en el mar, pero lo haría en forma de cuento para que yo prestara atención, sí, con valientes y románticos que atraviesan valles, que se caen en pozos y vuelven a salir para encontrar a la princesa, todos tendrían apellido italiano y nariz grande.
Yo cogería mi cámara, perdería las llaves y también la cartera -o mejor dicho, creería no encontrarlas- buscaría a todos los gatos de la zona y les sacaría mil fotos, después llegaría el turno de las flores, de los atardeceres, de las olas. Buscaría parecidos en las conchas. Me sentaría en una roca que me permitiese vestir mis pies de salitre. Dejaría mi ropa esparcida y haría un pacto con el sol. Pensaría en la vida y con un vocabulario inventado le hablaría de todo aquello que sé o no sé del amor. Me pararía a escuchar las historias de la gente del barrio, me enamoraría de cada una de sus abuelitas y me perdería observando a los niños construyendo castillos de arena. Contaría las historias de siempre. Soñaría cerca y sonreiría más.
Luego otra vez a vivir.
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