viernes, 14 de marzo de 2014

Historia de mi workaway I

25 de febrero de 2014, Catania

Lo cierto es que no todo el mundo entiende que un día decidas coger la mochila, adentrarte en un viaje improvisado, sin billete de vuelta y con varios destinos low cost -a estas alturas de la peli, con muy poco puedes hacer muchas cosas; blablacar, ryanair, couchsurfing... workaway-.


Llamar a casa -o mandar un whatsapp- y decir "que me quedo un par de semanas en Italia, que voy a trabajar en un hostel a cambio de comida y alojamiento" da lugar a respuestas modo "esta niña está loca, trabajar gratis? vaya locura. ¿A quién se le ocurre? Te estás equivocando. Qué poco sentido. Blablabla..." pero yo soy de esas que piensan que los sueños están para vivirlos. Que el dinero no es el fin -y creedme, no precisamente porque sobre o porque lo que uno tenga sea suficiente-, simplemente, creo que lo que al final queda es todo aquello que nos mueve, que nos impulsa, que nos hace vibrar. Las experiencias, las nuevas culturas, los cafés calientes en ciudades desconocidas, conversaciones que atrapan, complicidades que se cruzan en el camino.  Instantes que te ponen la piel de gallina. Aprender, aprender y aprender más en cada paso. Llenarte de vida. Y sobre todo, que es ahora o nunca.

Así que aquí estoy, en un hostel de una ciudad de Sicily, una habitación de ocho camas y el Etna cuidándome el amor. Ayer, después de un viaje de unas seis horas desde Cosenza, cruzando el mar desde un vagón de tren, me encuentro frente a un edificio antiguo en mitad de una ciudad de la cual no me he molestado ni en buscar en google. 

Comienza la aventura.

Julia, una chica alemana de 18 años, también workawayer, no tenía ni la mínima idea de que llegaba una más. Súper servicial, dulce y acogedora, me explica el funcionamiento del hostel y cómo ha sido su primera semana. Me cuenta también que es su tercera experiencia haciendo Workaway. Seis años de diferencia y esta niña ha vivido mucho más de lo que hubiera soñado a su edad -acabo de parecer una abuela, todo se pega - sus padres, después de pasarse la vida trabajando -en algo preciosísimo- están haciendo lo mismo que ella, también de voluntarios recorriendo todos aquellos lugares que en su día no pudieron visitar -de mayor quiero ser como ellos- desde Tailandia hasta Nueva Zelanda pasando por Italia. De esas historias que me dejan sin aliento.

Después me presentó a Fredik, el otro workawayer. De nuevo, otra historia que me deja sin aliento -de él hablaré un poco más adelante-. Estuvimos todos juntos en la cocina, había otros guest con nosotros, un chico australiano al que no se le entendía ni papa, un alemán que preguntaba demasiado y una mamá rumana que te hablaba sin importarle que entendieras o no lo que decía. Fredik nos hizo la cena; pasta con vino, tomate, cebolla, ajo y bacon (para quien le interese apuntar nuevas recetas). Justo al acabar, una llamada desde miles de kilómetros me apretaba el corazón demasiado fuerte. De repente, me sentí como esa niña a la que sus padres dejan por primera vez en un campamento, esa soledad que parece apoderarse de ti, ese miedo incontrolable a estar lejos de casa, de los tuyos. Esa sensación de no saber que estás haciendo en este lugar, esas ganas de un abrazo fuerte, de un querer compartir esta aventura de la mano. Vértigo a lo desconocido, vértigo a encontrarte totalmente sola y lejos. Hubiera llorado y pataleado, me hubiera subido a un avión de vuelta a casa. Que hasta los más locos, hasta los que vivimos en idas y venidas, sentimos miedo, mucho miedo. Y justamente ese es el gesto más valienteMe agarré a la almohada, cerré fuerte los ojos, imaginé un abrazo. Un día menos - pensé - sabiendo que quizás, y lo más seguro, es que la cuenta atrás comenzase a dolerme desde una perspectiva totalmente diferente.



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